«Novísimo Testamento» un excelente cuento de Nick Schinder. London, 01.12.09

Hace unos días, tuvimos el gusto de conocer a Nick.

Luego de cenar, empezamos a hablar de libros. Nick nos comentó que escribía y nos envió el link  a uno de sus cuentos.

Es muy bueno y deseo compartirlo con ustedes.

 

 

“Cuídate de lo que veneres” (Proverbio Mongol)

 

 

Auguste apartó la mirada de la pantalla. Eran las 4 AM en Paris. Tenía los ojos rojos por el cansancio y el dolor, pero ya estaba. Había terminado…

Cuando Auguste tenía seis años, y en plena madrugada no podía dormir, luego de ser sistemáticamente rechazado por sus padres, se iba a buscar a la abuela a la pieza del fondo, donde dormía. Ella se despertaba con una sonrisa, lo metía en su cama y le hacía rezar un avemaría para conjurar el sueño. Ya adulto, aun conservaba un recuerdo fotográfico de esa habitación, que era más que nada un templo a la soledad de la abuela, la declaración mobiliaria de cómo ella se veía a sí misma. La cama frugal, el crucifijo sobre la cama, la estampita al lado de la mesa de luz. Es curioso ver cómo en la vejez el mundo va cambiando y los viejos se protegen con esa enclenque refutación del tiempo que es la decoración de su habitación: para Auguste era entrar en otro espacio y otra época, nada más pasar el umbral de esa pieza. Una época en la que rezar nos hacía felices, o en que nos reconfortaba la idea de un Dios que velara por nosotros. Mas tarde, con el eco de ese fervor, se acordaría de Borges y esa frase suya acerca de lo insensato de orar, de pedir una variación en la sucesión infinita e inmensurable de los ya prefijados actos del Universo en propio beneficio. Sin embargo nunca volvio a dormir más profundamente, más seguro, consagrado a la protección de poderes invisibles.
Su abuela encarnaba una forma arquetípica de amor puro: lo amaba por existir. Inmerecidamente. Que por otra parte, es la única manera de amar.
Todo eso era ella para Auguste, y nada lo había vuelto a ser desde entonces.
Hasta Celine…

Y para hablar de Celine he tenido que remontarme a la infancia de Auguste, porque la naturaleza de su vinculo era ancestral, animal, impenetrable. Y porque no sabía en qué momento se había operado esa devastadora invasión de Celine y su alma en la suya. Solo supo que un dia ya no pudo vivir mas sin su carne; sin sus ojos de almendra madura, inexplicablemente orientales; sin el sonido único de sus huesos al amarla; sin esa sonrisa que desmantelaba el mundo y lo condensaba, sin misericordia, en sus labios.
“Como se sobrevive a haber tenido tu cara entre las manos?”
Auguste pensó, la primera vez en que la vio dormir desnuda a su lado, que la belleza nos hace sanos, y tal vez buenos…

Ahora habían pasado dos años y Celine no lo amaba más.
El fin del amor, como el Amor, había sido inmotivado, incausado. Nada de lo que él era (o creía que era) había bastado para evitarlo: la fama, la fortuna, el talento, la sobrevalorada inteligencia. Era – lo sabía – el Misterio, por excelencia (una evidencia astrofísica: sucedía en todo el Universo, las galaxias se apagaban, las estrellas menguaban y colapsaban, el Cosmos avanzaba hacia la entropía, hacia el Hielo, la Inmovilidad, la Muerte. Y entre los Hombres no era diferente: hasta el cuerpo deseado durante años, luego de un abrazo prolongado, de un contacto sostenido, se vuelve imperceptible, no podemos discernirlo del nuestro. Tenemos que soltarlo, desprendernos, desgarrarnos, para volverlo a sentir, a ver, a amar… Solo pensar en ello, saber que ella ya no lo veía mas, que a ella ya no le importaba todo lo que Auguste era o había sido, o prometía ser, lo llenaba de pavor, de vértigo, de nausea)
Todo lo que el tenia para ofrecer, Celine ya no lo quería.
Era – lo sabia – lo más cerca de la muerte a lo que llegaremos en vida.

Celine quiso quedarse un tiempo más a su lado, pero él le rogo que se fuera, que lo menos que podía hacer por alguien a quien había querido era no degradarlo con su conmiseración, regalarle el abismo, devolverle la autodeterminación, o cuanto menos la posibilidad de hacerse pedazos por sí mismo.
“La soledad es la forma mas honesta de vivir”, fue lo último que Auguste le dijo, en el umbral de su departamento de la Concorde. Despues la vio alejarse en la lluvia. El sonido de la puerta al cerrarse resonó como una lapida que cayera sobre Paris entero, aplastándolo.
Fue ahí, en ese preciso momento, mientras el abandono de Celine todavia aullaba en sus oídos, que Auguste concibio la idea…

Pero primero escribiría. Escribiría sobre ella, sobre Celine. Absolutamente todo. Desde el primer día en que la vio, trayéndole a firmar un ejemplar de su último libro en aquella conferencia, en Ámsterdam; hasta el de esa tarde, en que los charcos a la puerta de su casa todavía retemblaban por sus pasos en fuga, por el peso de su cuerpo ido, ese mismo peso que hasta hacía solo días se hundía en su estomago, sus vísceras, sus costillas, con la naturalidad de algo que le pertenecía, que regresaba a él, cada vez que hacían el amor. Apartó ese recuerdo como quien se saca una daga de la nuca.
Escribiría todo: Desde la primera evocación, la primera proyeccion de Celine sobre su vida – su esperanza, su enigma -; hasta la última.
No era una novela: era un exorcismo.
Con humor pensó en lo que diría su editor cuando encontrara los apuntes: “mucha reflexión, poca acción”, protestaría. “Comercialmente inviable”. No podía importarle menos. Tenía que arrancarse a Celine de las entrañas como fuera, y esta era la única manera en que sabía hacerlo.

Tardó seis meses. Fue un trabajo titánico, desgarrador, atroz. Pero había terminado. Eran las 4 AM y el cielo de Paris se veía inusualmente despejado desde su ventana. Dejó la maquina encendida, escribió la nota en la que justificaba su desaparicion, y bajó al sotano…

La capsula lo esperaba allí, tal y como la había ordenado, ajustada a sus medidas, a su fisiología, a los ritmos invisibles, infinitesimales, de su cuerpo. Se introdujo en ella, llorando: dolía dejar todo atrás, incluso el espanto.
La cúpula de vidrio produjo un sonido único al cerrarse, como el que produciría una serpiente de silicio. Escuchó el sonido del aire detenerse y morir sobre su cara.
Auguste presionó el botón de ignición.
Su conciencia se apagó como un velador. Un sueño sin sueños, anormalmente largo…

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Cuando despertó, la oscuridad era total. Necesito un par de minutos para recordar donde estaba. Tuvo que empujar con sus propias manos para abrir la capsula. Oyo el sonido de la espesa manta de polvo disgregándose sobre su cabeza y cayendo al suelo. Lo sorprendió gratamente descubrir que sus músculos no estaban atrofiados. Los estimuladores habían funcionado a la perfección, todo ese tiempo…
Se vistió a oscuras y salió de la capsula. El vaho a humedad era penetrante y ubicuo. A tientas, camino por el subsuelo, tratando de recordar el exacto lugar de la puerta de salida. La llave, extraordinariamente, estaba todavía puesta en la cerradura, y aunque la herrumbre le raspó las manos, la hizo girar con relativa facilidad entre los dedos. Finalmente, y tras cierta presión, la puerta cedió.

Una cascada de luz lo dejó ciego por un instante. Al rato, algo empezó a cobrar forma.
Lo que había sido la Concorde era ahora, aparentemente, y a través de lo poco que el inaugurado resplandor le dejaba ver, un parque inmenso. Escasos edificios, en ruinas, parecian interrumpir el contacto de la vegetacion con el horizonte. A Auguste le parecio que el cielo tenia un color a algas, y una densidad sobrenatural, pero lo atribuyo a una distorsión de sus aletargadas retinas.
Cuando al fin se decidio a caminar, solo logró dar diez pasos…
Lo que vio lo hizo caer al suelo, de rodillas…

Y es que Auguste vio en el centro de la antigua Plaza de la Concorde, en el exacto lugar donde antes se erigía el Obelisco, una estatua monstruosa, imposible, brutal, de cien metros de altura, esculpida en mármol, y de una blancura enloquecedora…
Tenía la cara de Celine….
El cuello magnifico; la sonrisa perfecta, impiadosa; los ojos, inexplicablemente orientales haciendo foco sobre todo Paris, y su corazon, para siempre…
Para siempre…
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Entre las muchas cosas para las que Auguste se había preparado a esperar tras su criogenia, ninguna tan refinada, implacable y definitiva como la que el Caos le habia impuesto. En los quinientos años durante los que estuvo dormido, una Guerra habia ocurrido. No una guerra, sino la Guerra Absoluta. La Madre de Todas las Guerras. Acabó con casi todos los hombres y gran parte de la civilización, del pasado, de la esperanza.
En tan solo cien años, habían desaparecido todas las religiones conocidas, la ciencia, los estados, la Historia…
Pero entre las contadas cosas que sobrevivieron, sobrevivió un extraño manuscrito que hablaba de un ser prodigioso, una Mujer como nunca antes había existido, capaz de infundir a los hombres el poder inconmensurable de vivir y de morir por ella, por su contacto, por su promesa, por su símbolo…

Fue asi como la cara de Celine reemplazó a cada Cruz, a cada Media Luna, a cada Buda, en todos y cada uno de los escasos templos que habían perdurado en la Tierra, tal y como la Iglesia Católica había hecho un par de milenios atrás, cuando había coronado cada templo pagano con un insigne instrumento de tortura…
Y fue asi como queriendo librarse de un espectro, Auguste, sin pretenderlo, lego una Divinidad a la humanidad, que renacía….
Una teología -¿como las otras?- parida de la desesperación total.

El Mundo siempre ha tenido una forma curiosa e implacable de asimilar hasta la más radical e impredecible explosión de la individualidad, del genio.
Auguste no pudo menos que sonreír ante esa fabulosa ironía.
Celine estaría allí.
También.
Siempre…

Frente a su Imagen inclemente, juntó las manos…
Y rezó.

 

N. Schinder, London, 01.12.09

 

 

Además de haber resultado un muy buen escritor, es un excelente músico. Sus videos se pueden disfrutar en el siguiente link.

 http://www.youtube.com/user/TheChildTV

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