«Un paseo por el parque» otro buen cuento de Nick Schinder

 

 

A mi abuelo.

A Pancho Arce.

 

 

William supo que había muerto porque Finsbury Park no terminaba nunca, porque los cuervos se habían callado tal vez para siempre, y porque de alguna manera el agua ya no hacia ondas en el lago, aunque los cisnes subían y bajaban de la superficie en un silencio imposible. Siempre había imaginado la muerte de esa manera: una transición imperceptible, un desplazamiento de planos, una confusión sensible. Alguien, seguramente, encontraría su cuerpo más atrás, tendido sobre el césped, en el punto indeterminado adonde habría caído, el bastón ya inútil a su lado.

Vio al hombre que lo esperaba al caer la colina. Vestía a la moda y era o lucia más joven que él, lo cual no era difícil. La lluvia caía copiosa y sin ruido, pero sus ropas estaban secas. Lo que sigue no fue expresado en palabras ni en el tiempo, pero: ¿de qué otra forma podría referirse?

– ¿Te ha dolido? – dijo el hombre.

– Nada, dijo William – me han dolido más los últimos años.

– Bien – dijo el hombre – entonces solo queda esto…

Del bolsillo saco un Grillo de oro. Lo puso en la mano de William y le dijo:

-Ahora: Cómelo.

William lo miro desconcertado.

– ¿Que es esto? – pregunto.

– Eso… es el Olvido.

William lo miro, y sonrió.

– ¿Un Grillo?

– El Grillo es el Olvido, el símbolo unánime del Perpetuo Presente. Un insecto vive una perpetua actualidad, fuera del tiempo, sin conciencia del pasado, ni esperanza. Para volver a nacer, hay una sola condición, ineludible, y es la de olvidar por completo tu vida.

William dio un paso hacia atrás.

– Yo no quiero olvidar, dijo.

El hombre, sorprendido, levanto los ojos.

– ¿No quieres volver a vivir?

– No si el precio es olvidar mi vida y todo lo que he amado.

El hombre se ajustó el abrigo. William no sabía si hacía frio o la memoria del frio, el frio que debería estar haciendo en ese atardecer, en Londres, el Londres de los vivos, el Londres que lo sobrevivía, inalterable, inmisericorde. Se cubrió el cuello con las manos.

-Entiendo… No es imposible que vuelvas a encontrar a tus seres queridos. Sus almas pueden volver a estar vinculadas a tu vida. Podrías volver a encontrarte con ellas, pero no podrás recordarlas ni ellas a ti.

Perplejo, William dijo:

-Pero… ¿por qué?

El hombre dijo:

– Porque la Afinidad ha de ser adquirida y construida durante milenios. Ellos tendrán que buscarte sin saberlo, y elegirte: tú tendrás que elegirlos sin saberlo, también. Las almas afines deben volver a elegirse incesantemente, por eones, antes de ganar la perpetuidad, juntas. Las reglas son muy precisas al respecto y han sido escritas en el núcleo inmutable de las estrellas. ¿Te atreverás a objetarlas?

Aun sosteniendo al Grillo en la palma de la mano, William sopeso las posibilidades de su propia eternidad en un instante, y respondió:

– No. Pero me atrevo a no aceptarlas.

En un instante, el hombre se abrió en dos ante sus ojos y de su interior broto una elipse de luz que dividió la Tierra en dos, y exploto en el cenit. Finsbury Park, Londres, Inglaterra, Europa, el mundo, se borraron para siempre. Desde la tiniebla más absoluta, William escucho la voz, que se perdía…

– Entonces… eliges el Infierno…

William eligió el Infierno. Eligio y elige. Elige vivir la infinidad inmóvil de los recuerdos concretos, de sus recuerdos, la forma específica, física, corpórea, de su madre, el trazo exacto de la casa de su niñez, la risa de sus hermanos, el simulacro de la carne que amo la primera vez y cada vez después de esa; su familia, sus ciudades, su amor…

Fue así que a William se le concedió – se le concede – una y otra vez, el Infierno: una repetición unánime e insensata, vacía… Sabe que lo que lo rodea ahora (lo que lo rodeara por siempre) son fantasmas – que las verdaderas sustancias de su amor están y estarán en la Tierra, probablemente buscándolo, sin saberlo, en otros rostros, y otros cuerpos.

No le importa…

Mientras el recuerdo de su ultimo paseo por el parque se desvanece, oye la voz – la exacta, única, irremplazable voz – de su padre llamándolo a la mesa…

 

 de Nick Schinder, el Domingo, 30 de agosto de 2009, Londres

 

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